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Para todo mal: Soltar

  El señor con el que me casé sabe perfectamente que si no voy al mar me enfermo. Del cuerpo, de la cabeza o del espíritu. O al menos —como dice él— “me cree que yo lo crea”. El caso es que un sábado, de esos en los que ya ha habido demasiado mes, demasiado eclipse, demasiadas lunas y demasiada mente, sentí la urgencia casi fisiológica de zambullirme en agua salada. Sayos nunca faltan: me parí tres amantes del mar, y la vida me regaló un cuarto, un extra que viene con una mejor amiga que comparte esa misma necesidad de mojarse el alma. Agarré de tomar lo que quedaba en el refri, de comer lo que había en la alacena, las sillas de playa, los sombreros, bloqueador y nos fuimos. Nos plantamos en la arena a pesar de los 38 grados que marcaba el clima. El mar estaba desértico, silencioso, perfecto. El tipo de silencio terapéutico que renueva, calma y cura.  Los niños gozaban en el agua, libres, escandalosos, con mas luz que el sol, y a escasos diez metros de ellos una familia de tre...

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