El ingrediente mágico del café


Hace unos días me llegó por correo un regalo tardío que me llenó de gusto la mañana y el corazón, me vieron abrirlo en la cocina las tres personitas que parí. 


Mientras los que nacieron juntos gritaban emocionados: “¡Qué lo abra! ¡Qué lo abra!” con su sincronía siempre mágica, mi pilón solo se cuestionaba: “¿Qué será? ¿Qué será mamá? -Igualito que yo en mi cabeza. 


Me pasa que cuándo me obsequian algo de frente, la adulta en la que me he convertido siente algo de pena, mucho de “no era necesario”, piensa cosas tontas como “Yo no lo merezco” o “no se como manejar esta forma de amor sin sentirme vulnerable”.


No se si les pase a todos o solo a la sobrepensadora de mi a la que le faltan mil asuntos por sanar.


Pero volviendo a aquella mañana del regalo relegado tan solo estaba presente en mí esa niña interior tan emocionada como mis niños por semejante sorpresa. 


Después de jalar los bastos envoltorios de plástico y de cartón que envolvían el presente descubrimos que era una taza. Sencilla, blanca, resistente y más grande de lo habitual, cómo si quién me lo hubiera regalado supiera la cantidad exacta de café en exceso que necesito para arrancar mi día. ¡Me encantó¡ 


Yo no habituaba tomar café jamás, empecé a hacerlo cuándo renací con mi primer par de hijos, no entendía cómo las mujeres funcionaban sin dormir largo y tendido, ni cómo se mantenían alertas o despiertas, fue entonces hasta hace escasos 6 años que adquirí la cafetera más pequeña que existe y me convertí en la peor barista del mundo cafetalero, pero lograba mantener el párpado abierto para rendir en mi nuevo papel de constante sobrestimulación y cansancio. 


No me gusta, lo tomo por necesidad, no soy buena para prepararlo y me ha costado aprender a que me salga malo y medio, las porciones exactas jamás han sido lo mío, en todas mis pasiones y maestrías me vacío a mi sentir inconmensurablemente, como debe ser, así que fracaso en cada arte o cosa que lleva fracciones mesuradas hasta en sencillas formas de cucharadas. 


Soy una señora -aunque siga sintiéndome niña-, una a la que invitan a diversos eventos donde todo revolotea alrededor de platicas maduras, cotilleo, cafecito y esos pretextos, justificaciones y escapes que nos inventamos para poder tenernos a ratos las mujeres sin el ruido de la vida que nos compramos.


“¿Cómo te gusta el café?” -Me pregunta una amiga querida, la que toma el papel de anfitriona, la que decide servir, atender, cuidar, la que deseó en su ajetreado mundo un momento conmigo a solas para conectar.


La observo, la quiero tanto, hemos cambiado pero somos igualitas, nos extraño y me parece raro pero también lógico que haya olvidado mis gustos. 


“Dime pues como te gusta ¿Con stevia, azucar normal, fruta del monje, mascabado, con leche, negro?” -Me insiste sosteniendo la cucharita, como si necesitáramos ese protocolo para SER. 


“El café me gusta contigo” -Le respondo sonriendo mientras le arrebato la taza, le echo un chorro de leche fría sin prudencia, una splenda y media a la poción mágica, la bato como si fuera champurrado y me la tomo en cuestión de segundos para empezar a compartirnos. 


Lo entiende y lo recuerda todo entonces.




Comentarios

Entradas populares