Para todo mal: Soltar
El señor con el que me casé sabe perfectamente que si no voy al mar me enfermo. Del cuerpo, de la cabeza o del espíritu. O al menos —como dice él— “me cree que yo lo crea”.
El caso es que un sábado, de esos en los que ya ha habido demasiado mes, demasiado eclipse, demasiadas lunas y demasiada mente, sentí la urgencia casi fisiológica de zambullirme en agua salada.
Sayos nunca faltan: me parí tres amantes del mar, y la vida me regaló un cuarto, un extra que viene con una mejor amiga que comparte esa misma necesidad de mojarse el alma.
Agarré de tomar lo que quedaba en el refri, de comer lo que había en la alacena, las sillas de playa, los sombreros, bloqueador y nos fuimos.
Nos plantamos en la arena a pesar de los 38 grados que marcaba el clima.
El mar estaba desértico, silencioso, perfecto. El tipo de silencio terapéutico que renueva, calma y cura.
Los niños gozaban en el agua, libres, escandalosos, con mas luz que el sol, y a escasos diez metros de ellos una familia de tres delfines nadaba con una serenidad que de verdad parecía un rezo.
A los delfines de nuestros mares los he visto desde que nací. He crecido con ellos, los he seguido desde la orilla, hasta los manglares, de crol, en paddel, en lancha, moto o en kayak, he nadado a su lado y sin embargo nunca han dejado de sorprenderme. Son una de esas maravillas de nuestra región a las que una no termina de acostumbrarse: siempre, inevitablemente, te dejan suspirando.
Esta vez no fue la excepción. Aventé el celular con el que filmaba la escena mágica y me lancé al agua. Los niños se reían entusiasmados, gritando entre carcajadas: “¡Tiburón, tiburón, sálvese quien pueda!”
Era una familia, sí, pero no todos estaban vivos. Los padres empujaban a su cría muerta por todo alta mar.
Y yo, que siento tanto, sentí en el agua su dolor, su vínculo, su incapacidad de soltarle. Me pareció muy intenso, tristísimo.
Al salir, busqué saber más en internet, era, en efecto, un comportamiento de duelo. Los delfines cargan a sus crías durante muchos días, incapaces de dejarlas ir, protegiéndolas incluso de los depredadores.
“¿Hasta cuándo se rinden?”, me pregunté. Y la respuesta me llegó inmediata: “Hasta que no pueden cargar con nadie más que con ellos”. El pensamiento me estremeció.
¿Cuántas veces no hacemos lo mismo?
Nos resistimos. Exhaustos, seguimos arrastrando cadáveres a veces de nosotros mismos por la pura incapacidad de soltar lo que ya no somos, lo que ya no es, lo que ya no fue, lo que ya no podrá ser.
He aprendido que una, cada tanto, se muere. Y que tiene que renacer. Pero reconocer ese momento —aceptar que la vida vieja ya cumplió su ciclo y dejarla ir— es un acto durísimo. Duele. Duele como si te arrancaran la piel. Y aún así, es la única forma de seguir viva.
Una se aferra, se congela, lucha por conservar lo conocido. Porque crecer, forjar un nuevo yo, siempre es incómodo, aunque sea profundamente necesario.
Los delfines llegaron ese día a recordármelo. Y poco después el otoño vino a gritármelo con el crujir de las hojas y las ramas secas de mi jacaranda —esa que aún no florece— cayendo despacio, como si ella también soltara sus recuerdos.
“Deja ir. Confía. Despréndete para florecer en la próxima primavera. Ya diste tu fruto, ya cumpliste tu ciclo. Permite que lo nuevo llegue. Vuelve al silencio, a lo básico, vuelve a lo principal, vuelve a ti, a lo que eres sin adornos, sin ruido, sin miedo”.
Así que aquí estoy, sin más resistencia.
Podando mi ser, adolorida y luminosa a la vez, con todas mis polaridades dejando que el año se lleve lo que ya no necesito. Esperando, con la fe sencilla de los árboles -incluso los que se niegan a florecer-, a que mi tronco suelte la última de sus hojas para poder reverdecer otra vez.
Reconociendo, al fin, que ya he cruzado todo mi propio mar oooootra vez y que con la difunta —esa parte de mí que ya no respira— no puedo más.
Y que soltarla, aunque duela, no es perderla.
Es abrirme espacio para dejar entrar luz y volver a vivir.



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