Nuestro mar

Si buscan la definición de “Santuario” en cualquier diccionario seguro que no encontrarán “San Ignacio” pero si lo buscan en mi corazón descubrirán nada más y nada menos que mi lugar sagrado, el hospital de mi alma, el pit stop de mi carrera, este espacio suspendido en lo aún recóndito de la región que al visitarlo de alguna manera logra manifestar siempre algo divino. 


Esta alberca natural, espejo de agua, acuario personal rodeado de cerros con rústicos nombres que le dieron los abuelos y que aún nos hacen reir, ha atestiguado toda las facetas de mi vida, me ha visto bebé, niña entera, adolescente irreverente, mujer, sola y completa, despoblada, acompañada, feliz y triste también. Me ha acompañado con mis papás, mis hermanos, mi familia de dos, de cuatro, de cinco esta vez y estoy segura que sus aguas se han salado más al llorar en silencio la ausencia de los que ya no están.


Aquí he aprendido que el camino es divertido y que hay varios cuando uno está cerrado, he aprendido a añorar el olor a diesel, a dormir en el ruidajo, a encender una fogata, a quitar un anzuelo, a saber exactamente dónde buscar almejas, en que conchas se esconden los pulpos para desovar, de donde sostener a una jaiba, a bailar la macarena, a manejar una lancha, a esquiar de diferentes formas, a hacer un nudo marinero y a agarrar una aguamala sin que me queme. Aquí he aprendido el valor de la sangre, el placer de una comida ruidosa en familia, de vivir en comunidad, aquí he podido asimilar que la verdadera opulencia es mantenernos vislumbrando el mismo mar y el mismo atardecer suspirando por la misma razón: Qué privilegio estar vivos juntos.


Aquí he compartido igual un corral, una cama, un plato de frijoles puercos con totopos que un bronceador de última moda. Igual me han robado mi botana recién preparada como el dinero jugando blackjack o la tetera de agua hirviendo para bañarme a jicarazos en el baño comunal. Aquí he perdido tanto juguetes y chanclas en el mar como el miedo a los animales, a la noche, a perderme, a que me dejen, a morir.


Aquí he comprendido que nunca realmente se va la luz aunque truene la planta, que jamás nos quedamos sin agua, aunque el aljibe se vacíe, que la comida sobra y las manos vecinas que ayudan también, este lugar me ha demostrado lo poderosa y grande que es mi familia y no solo en número.


Aquí he entendido por fin que la felicidad no es nada más que estar profundamente enamorada de tu presente y que para regresar aquí en mi corazón solo tengo que entonar el mantra musical que mi abuela mágicamente diseñó para sus nietos y que me regresa en un segundo a ser una niña que goza de la paz de este templo que seguimos construyendo a base de recuerdos:


“Vámonos a San Ignacio, vámonos, vámonos ya, vamos a correr, vamos a jugar, vamos a juntar conchitas en el mar y en la lancha de mi abuelito nos iremos a navegar, y veremos los pescaditos, nadando en el ancho mar”. -BMFG


Deseo que mis hijos aprendan a cantarla, para que regresen cuando lo necesiten y deseo con todas mis fuerzas que las aguas de nuestro mar me vean de vieja también nadando como Esther Williams.





Comentarios

  1. Cuanta razón. Así se expresa!!! Así es San Ignacio !!!

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  2. Me encanta como escribes!!!!! Directito desde el alma y el corazón!!! ❤️

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